“Darling, súbeme las maletas del garaje, que me voy a Bristol ahora mismo”, dijo mi mujer arrastrando alguna consonante que otra, mientras yo me preparaba un exquisito desayuno de empanada gallega, con una generosa capa de Marmite; una crema untuosa y muy saludable aunque tenga la pinta de ser betún para el calzado. Mi sobrina lo confundió con un veneno cuando era pequeña; “no, no lo comáis”, gritó con angustia. Ahora solo lo detesta.
Me despedí con tristeza de la empanada y del Marmite con un melancólico: “See you sometime” y obedecí como siempre. En el garaje encontré las maletas favoritas de mi mujer. Con sus esquinas reforzadas en cuero y unas hebillas más imponentes que las de los Tres Mosqueteros, están más para un museo de la Segunda Guerra Mundial que para pasear por los vigilados aeropuertos de la Unión Europea. Ya le digo que cualquier día tendremos un disgusto a cuenta de las maletas; nos acusarán de tráfico de antigüedades.
Ella, en su británica eficacia ya había reservado un vuelo con Flycrying a un precio imbatible; casi, casi, como los respaldos de los asientos. Tras dos horas de tremendo estrés; busca el pasaporte, imprime la reserva, mete un par de botellas de Jumilla, e intenta cerrar las hebillas, me explicó que tiene que hacer algo con el Brexit. No sé si a favor, o en contra. No le entiendo; unas veces se muestra como una profunda disidente de su país, y otras veces le asoma la pluma de nacionalista inglesa por la pamela de Ascot.
En cuanto regrese del aeropuerto le pondré un skype a mi hija Maggie que estudia en Escocia, para ver como está la temperatura política en aquellas latitudes. Creo que ella encuentra los vientos europeos más benignos que los locales, aunque últimamente está un poco levantisca con sus compañeros universitarios alemanes, que hincan los puños en sus papadas y sacan sobresaliente en todo. “Así cualquiera”, dice ella poniendo cara de vasco-escocesa. Espero que su indignación con los germanos no afecte su voto. Solo faltaba…..
A mí los británicos, independientemente de su género, clase social, o nivel de colesterol me caen bien, pero tampoco se trata de exagerar. Saben cuidar y elegir las palabras. El mismo Shakespeare inventó para sus diferentes obras los nombres de Jessica, Miranda, y Olivia. Ahora han inventado Brexit. No me extrañaría que el nombre se popularice, y en poco tiempo oigamos por nuestras calles gritos de: “Brexit, no cruces el semáforo en rojo que te va a atropellar un camión”.
Ya antes de Shakespeare la Gran Bretaña – nombre de la isla más extensa- era un inmenso teatro en el que todos los actores: la monarquía, el gobierno, los obispos, y Robin Hood sabían de memoria cuál era el papel que tenían que interpretar. Dudo de que se hayan olvidado ahora del guión que tienen en esta nueva obra.
Hay muchos europeos que están enfadados con los súbditos de Elizabeth II, más conocida como Isabel por estos pagos, y no se ahorran los descalificativos: “interesados”, “insulares”, “ignorantes”, y “soberbios” son los más dulces de los epítetos. Ya lo advirtió Churchill: “Quien habla mal de mi a mi espaldas, vera mi culo”. Ahora, aplicando el razonamiento de Sir Winston, a los británicos les ven el culo desde veintisiete países. Yo creo que hay una inquina hacia los británicos, porque hacen lo que quieren y como quieren: conducen por la izquierda, visten como Dios les da a entender, y hacen colas para todo. Además de todo esto descubrieron la minifalda y los sándwiches de pepino con salmón, que ya es mucho descubrir.
Los filósofos popperianos de tendencia cosmológica y mi barbero han pronosticado el desorden universal si los británicos se van de la Unión Europea y vuelven a sus brumas atlánticas. Yo quiero que se queden, pero no se me ocurre ningún argumento para retenerlos salvo el de dejarles ganar el próximo festival de Eurovisión.
Si se van los británicos entrarán los turcos, y volveremos a la historia de Cruzados y Otomanos. ¡¡ No se vayan, coño¡¡
Texto: Alberto Letona. Periodista y autor del libro: “Hijos e hijas de la Gran Bretaña”.