El Gandul pesa 7.000 kilos, son 12 metros de eslora y 6,5 de manga. Es un queche, un barco de dos palos en el que el mástil de la mayor (14,38 m sobre cubierta) es más alto que el de la mesana que está más hacia popa (10,80 m desde la bañera). Es un barco ligero para su volumen, construido por su capitán Gustavo entre 1991 y 1992. Maderas nobles sobre armazón de madera de dos cascos y cubierto unos años después de fibra al tiempo que se ampliaron sus patines un metro por la popa. Barco-casa, barco-mundo. Motor abatible de 40 CV en el centro de los patines.
Gustavo es el capitán de la nave. El hombre que nos guiará con bien hasta el otro lado del Atlántico. Esta es la primera vez que atravesamos un océano. De hecho esta es la primera vez en la que varios miembros de la tripulación navegan a vela en mitad del azul. No somos lo que se dice una tripulación experta, pero sí bregada en otras aventuras que hemos ido compartiendo por el mundo. Y eso ayuda. No es lo mismo, pero sí lo es. Recorrer los senderos del Manaslu en los Annapurna o atravesar en un viejo Nissan Patrol de Madrid a Tombuctú, recorrer los bosques de la taiga con los cazadores de osos o adentrarse en las selvas de las Molucas en busca de los Togutiles y más allá, tienen mucho en común con cruzar el Atlántico en un viejo velero artesanal. Estas y muchas otras aventuras hemos ido compartiendo en esta vida los miembros de la tripulación, Gonzalo, Jordi, Tomy, Paco, Viti y yo. Tantas historias juntos. Eso hace que estemos tranquilos al enfrentarnos a lo más difícil de una navegación tan larga: la convivencia en la nave. Un espacio reducido para siete personas.
Habíamos decidido que este era el año indicado para aventurarnos a la navegación de altura. No nos uniríamos a ninguna flotilla organizada para cruzar el Atlántico. Lo haríamos solos en el viejo Gandul por la antigua ruta de los alisios del sur. Zarparíamos desde Canarias hacia Cabo Verde en la costa africana. Desde allí cruzaríamos hacia el oeste con los vientos portantes que nos llevarían a América. Eso íbamos a hacer y eso hicimos. Cada año nos gusta elegir mundos nuevos, sentirnos novatos, sumergirnos en nuevas y diferentes experiencias. No ser expertos en nada, disfrutar con las primeras montañas, los desiertos o la tundra, en 4×4 o caminando, recorriendo las selvas o atrapados en un remoto archipiélago bajo las aguas. Para nosotros esto era el sentido de la vida, vagabundear, descubrir y descubrirnos. Cruzar a vela el Atlántico era algo que no podíamos dejar de lado.
Las familias, nuestras esposas, los niños (muchos niños jajaja), los abuelos, todos quedaban en tierra preocupados. Todos tenían en la mirada ese desconcierto, esa pregunta: ¿es realmente necesario que te arriesgues? Pero nadie quería nombrar a la bicha. Así que nos abrazaron y nos dieron instrucciones claras: había que estar en contacto siempre que pudiéramos.
Miércoles 05/11/2014 a las 14:00 pm. Zarpamos. Los primeros días costeando el Sáhara tuvimos fuerte viento del SO de fuerza cuatro y cinco. Olas por la popa de entre tres y cuatro metros durante todo el día. A veces la cresta llegaba a los cinco metros y medio. Navegábamos fuerte, con medias de 120 millas al día y más de 7 nudos con picos de hasta 12 nudos en las surfeadas de las grandes olas. Ninguno había navegado en esas condiciones durante tanto tiempo. Una semana. Otros barcos seguían la misma ruta y hablábamos con ellos por radio cada día. Muchos de ellos, barcos con navegantes avezados, capitanes que llevaban años recorriendo el mundo, barcos más nuevos y mejor preparados que el nuestro, estaban teniendo un viaje de pesadilla. Uno tuvo que pedir auxilio y ser remolcado hasta Cabo Verde por un pesquero. Una familia, una pareja con dos hijos. Para ellos había acabado la aventura. Nosotros tuvimos más suerte, aunque rompimos el piloto automático y hubo que pilotar con el timón de caña aquel cacharro enorme bajando a toda velocidad las olas. Una auténtica proeza mantenerlo en rumbo. Aquel pequeño brazo mecánico, el piloto automático, era vital para cruzar el charco. No podíamos aventurarnos sin él. Lo curioso es que estábamos todos tranquilos. El Gandul, al ser un catamarán, apenas escoraba y nos dejaba un buen margen para hacer vida a bordo con mala mar. Cocinábamos suculentos platos de puchero regados con vinos de nuestra bodega particular. Llevamos estibadas más de cuarenta botellas de buen vino de todos los colores y procedencias. Jamón, mojama, chacina ibérica y buen queso. A más de legumbres y pasta, arroz y algunas verduras que aguantaran fuera del frigo unos días. Es algo fundamental en un barco, comer bien. Tripulación bien comida, tripulación contenta.
En esos días aprendimos a mirar las crestas de las olas más grandes mientras levantaban nuestro Gandul y lo precipitaban por sus laderas a una velocidad de vértigo. Nosotros tumbados sobre cubierta o llevando a cabo las maniobras que nos ordenaba el capitán. Cocinando lentejas o pescando un enorme dorado de más de metro y medio, emulando a los protagonistas de los libros de aventuras que leíamos de niños y que hasta allí nos habían llevado. Baños de agua salada sobre las redes de la proa del catamarán y lecturas sosegadas bajo el mástil. Días de charla y guardias sobre un negro impenetrable y las estrellas en cúpula, tanto que el Gandul por momentos era una nave interestelar, un meteoro en mitad del espacio vacío. Tuvimos mucha suerte y mucha mar y olas grandes. Cuando llegamos a Cabo Verde la bahía estaba tranquila y se escuchaba a lo lejos la música en los bares del puerto.
Cambio de guardia. Paco y Jordi nos dejaban para volver a casa y se unía Viti a la tripulación. Buenos hombres, buenos marineros todos ellos. Y Tomy y Gonzalo, y nuestro capi Gustavo y la primera oficial Bego. Un buen grupo en un barco con nombre de siesta.
Zarpamos de Cabo Verde con fresco viento portante, las velas hinchadas y casi de atardecida. Las líneas de Santo Antao difuminándose contra el cielo del Este y los primeros compases de los alisios marcando nuestro ritmo. Hay más de dos mil millas por delante pero nadie piensa en eso. Es mejor día a día. Más de cien millas diarias, a veces ciento cuarenta, otros con menos viento no hacemos más de cien. Porque también hay días en que el Gandul parece una enorme tortuga marina flotando en el océano quieto. Esos días son más pesados, hay menos actividad de maniobra y buscamos otras tareas para hacer que las horas se llenen. Siempre es lo más difícil, viajar con uno mismo. En eso esta singladura se parece mucho a otros viajes en los que he recorrido en solitario miles de kilómetros. Aguantarse a uno mismo no es fácil, primero tienes que aceptar lo que tú eres y después admitir que lo que haces es, en exclusiva, de tu sola decisión. Lo que haces y lo que dejas de hacer. Lo que piensas y lo que no piensas. Y desde luego, lo que sientes y cómo lo sientes. No hay engaños. Y en esta nave en la que flotamos seis almas apiñadas, lo que ocurre es exactamente lo mismo. Hay mucho tiempo en el que uno navega a solas con sus pensamientos, tan lejos de los otros como si nos separase un continente. Leemos, escribimos, cocinamos, charlamos y disfrutamos del viento del océano. Pero en el fondo cada uno está haciendo su propia travesía, su particular cruce de un mundo a otro.
Los días pasan tranquilos. De vez en cuando alguna borrasca nos atraviesa. Cómo se agradece el agua fresca y dulce sobre la piel!
Es la navegación transoceánica más pura, 2.034 millas por la proa hasta llegar a tierra, a la elegida Barbados. Ahora es cuando cambia el ciclo, los modos, las necesidades y la visión del mundo, de lo necesario y lo prescindible. A partir de este momento estamos aislados en medio de un inmenso universo marino. Olas del Norte, vientos alisios, algunas pardelas o un paíño que nos acompañan unas horas, peces voladores y delfines que se alejan por estribor hacia el noreste. El día es igual al día. Crece el tiempo detenido, en tres días nuestro cuerpo se habitúa a los nuevos horarios. Pegajosas las manos por el salitre. La piel hidratada y tersa. Cada mañana saludo al sol, respiro, miro el mar y medito durante un rato. Después desayuno y vuelvo a cubierta. No más que un bañador y el collar de vértebras de tiburón que he comprado a un rastafari en el puerto de Mindelo. El torso desnudo disfrutando de la brisa. Me gusta ese rato de baño solar, energético, radiante, me creo una zanahoria o una tomatera en la primera mañana. Frentes de nimbos que viajan hacia la zona de convergencia intertropical. Algún chubasco y acostumbrarse al bamboleo continuo de la nave. Eso es así. Incluso los días en los que el tiempo era formidable, una pequeña ola de través incordiaba la vida a bordo. El barco no para de moverse, sobre todo si estás dentro leyendo o cocinando. Al tiempo es fantástico cómo uno se va adaptando a los golpes de las olas en el casco que mueven la mesa, la levantan, que hacen más pesada y difícil escritura. Las olas nos cuentan, nos dicen qué ha pasado a cientos de millas de nosotros. Son rastros de una tormenta, frases a la deriva que golpean el casco de estribor con secuencias exactas de cuatro segundos.
Abrir los pulmones, los ojos y descubrir la vida de uno mismo. Lo que es uno y lo que no es. La capacidad de disfrutar de todo, tanto, que uno ni siquiera había soñado que pudieran existir esos momentos. Vas olvidando cosas, sobre todo cosas. No personas, no olores, no canciones, ni siquiera historias. Sólo cosas. Empiezas por ahí, las dejas a un lado. Acaban por olvidarse aunque sólo sea el tiempo que dura esta singladura, este sueño. Sales y llevas lo justo. Adaptación. Si hay poca agua entonces se raciona. Si no hay electricidad, nos queda la luz del sol. Nos lavamos menos. Fregamos con agua salada. Cocinamos con el 50% de agua de mar. Escribimos en papel. Y la nave va. Sigue su curso interior almuerzos, café, los tiempos de abrir tambuchos y escotillas y los de cerrarlos. Desde la nave estamos habitados durante el día, más que nunca en las rutinas del día. Trimar las velas, largar la escota de la mayor y coger un rizo si el viento sopla, enrollar génova y lanzar de nuevo la caña para mirar la estela de espuma que marca durante unos segundos el rumbo seguido. 402 millas navegadas en los tres primeros días de la oceánica. 134 millas diarias es una velocidad de vértigo para nuestro viejo compañero, 5,6 nudos (millas/hora) que son unos 10 km/h. pero el viento aparente sumado al viento real hacen flotar el catamarán sobre el azul cobalto a una velocidad de cientos de años luz.
Cada día parece igual, pero es diferente en su monotonía. Cada día tiene detalles que lo hacen único, el cielo al amanecer, las nubes, la dirección del viento, su intensidad, los peces voladores que saltan sobre cubierta. Cada día se parece al otro y esa cadena ininterrumpida de vida, de pensamiento y emociones hace que el vértigo de eternidad tenga sentido. Aquí el tiempo se licua, se intersticia en las olas de fondo, en las noctilucas que son como chispas y saltan de la trasera como de tubos de escape. Es la misma sensación que tuve la primera vez que atravesé el desierto del Sáhara en un minúsculo Suzuki Samurai o recorrí Brasil o Centroamérica con la primera mochila y las primeras botas.
La guardia. Uno de los momentos estelares de la navegación. Dos horas y media o tres en las que el barco está bajo tu responsabilidad. En la noche. Levantarse y vestirse a medianoche, ajustarse el arnés y saltar a la bañera. Anclarte a la línea de vida y comenzar a mirar el horizonte. Intentar descubrir alguna luz en la negrura, testigos de algún barco que pueda echarnos a pique. Las estrellas sobre las velas punteando las millas mientras recorren nuestra esfera. Una breve conversación en voz baja y el golpe de la ola sobre el casco de barlovento primero, unos segundos después restalla en sotavento. Alzo la vista a las lonas blancas de las velas recortadas perfectamente sobre el cielo de estrellas. La ola del casco, breve y luminosa por las noctilucas, indica que la nave se mueve. De tanto en tanto la garrucha de la mesana resuena golpeando contra el mástil. Un clonc clonc seco que parece llamar a las ánimas del océano. Y vigilante junto al timón veo como borbotones de espuma y luz surgen continuos de la pala y en la popa, sobre el agua, el pequeño esquife cruje en su balanceo.
Miércoles 3 diciembre 2014. Tierra, tierra a la vista! sobre las 09:00 am se divisa perfectamente el perfil reptiliano de Barbados, con sus colinas al norte y las tierras bajas al sur donde tenemos que doblar el cabo para llegar a Bridgetown. Han sido veintinueve días a vela desde nuestra salida de Canarias en este catamarán de doce metros de eslora compartiendo todo con la tripulación. Ahora la cerveza bien fría y un poco de ron. Rastafaris en la calles de casas de fachadas de colores y fiestas en la playa bajo los cocoteros bailando blue beat, rock steady y algo de reagge. Unos días después volamos de regreso hacia Madrid. Desde Barbados, Gustavo y Begoña siguieron recorriendo las islas del Caribe durante unos meses hasta que por fin comenzaron el retorno a España.
Es el 5 de Mayo del 2015 y el Gandul navega a unas trescientas millas náuticas de Azores. Una tormenta salvaje le atrapa junto a otros cinco barcos. Tras tres largos días aguantando el temporal pierden el timón, la mar lo arranca de cuajo. Gustavo y Begoña sobre la cubierta del Gandul esperan a ser rescatados por el carguero turco de nombre “Cafer Dede”. Olas de más de diez metros y vientos con rachas de 70 nudos. La popa del carguero se eleva con una ola sobre el catamarán que permanece acostado a unos metros por sotavento. Se eleva y cae sobre el frágil velero, quebrándolo y hundiéndolo en pocos minutos. Gustavo y Begoña saltan al agua y permanecen en el mar arbolado más de dos horas y media hasta que logran subir a bordo. Están salvados. Llenos de cortes y con hipotermia. Por muy poco, pero están vivos. El Gandul permanece desde entonces donde siempre estuvo, en la memoria de todos los que habían navegado con él, en el corazón de las aguas del Atlántico.
Por Antonio Cordero
Viajero, poeta y escritor