Un largo tren se desliza por el Valle Sagrado de los Incas hacia la pequeña estación de Aguas Calientes. Hace calor y la humedad empapa las camisas de los turistas. Pero a nadie parece importarle, estamos llegando a una de las mecas del viajero, uno de los más importantes lugares de peregrinación turística del mundo: Machu Picchu. A nuestro alrededor las mujeres andinas ofrecen souvenires mientras los niños corren junto a las furgonetas para recibir una propina. El bosque tropical de montaña lo envuelve todo mientras subimos por el camino de tierra hacia la ciudad perdida de los Incas. Ya arriba, desaparece el bosque y aparece como por ensalmo una pequeña ciudad de piedra entre las cumbres.
En 1911, un arqueólogo inglés de nombre Hiram Bingham redescubre la ciudad perdida de los Incas hasta entonces conocida como Picchu. Entonces Mr. Bingham decide rebautizarla (ya sabemos lo que son estas cosas) con el nombre por el que ahora todos la conocemos: Machu Picchu.
Pero esa misteriosa ciudad inca ya había sido conocida por los españoles siglos antes, durante la persecución de los llamados “Incas de Vilcabamba (1536-1572)” no interesándose por ella debido a su lejana ubicación. Y es que Picchu era una llacta o ciudad inca, construida en un lugar casi invulnerable, rodeada de profundas gargantas con ríos caudalosos como el Urubamba y selvas impenetrables que la ocultaban. Los caminos para llegar a ella eran sólo conocidos por los sapaincas reinantes y por los de la panaca de Pachacutec a la que pertenecían las tierras.
Picchu tenía un papel eminentemente defensivo, una llacta de escondite con todos los servicios para aguantar un largo asedio, por eso se construyó en un punto elevado y rodeado de bosque tropical, con puentes secretos y levadizos, canales para el regadío, agua potable, terrazas de diversos cultivos como el ají, el maíz o la coca, templos, cuarteles, talleres de artesanos e incluso cementerios. Era una ciudad pensada como un escondrijo inaccesible, un lugar al que escapar y desde donde resistir en el caso de que se produjera otra invasión como tantas que habían hecho desaparecer las culturas de sus antepasados.
Y uno camina por allá intentando que nada de lo que ha leído desaparezca ante el choque con la realidad del espacio en el que se encuentra: miles de turistas moviéndose como hormigas en un pequeño sitio arqueológico. Parece más un parque temático que otra cosa. ¿Dónde quedaron los tiempos de las aventuras en estas tierras salvajes de montañas y selvas? Pero aún es posible, aún hay momentos quietos donde Machu Picchu se presenta al viajero llena de misterios, sentarse en lo alto del Huayna Picchu después de un buen paseo y observar las terrazas y los campos de alrededor, los templos y las casas de los señores, los Incas, abandonadas, y recuperar por un momento la memoria. Cae el sol y ya los minibuses se han ido hacia la estación de tren. Mientras bajamos caminando, el atardecer nos arropa con los sonidos de la selva y Picchu revive sus sueños en el comienzo de la noche.
CUÁNDO IR: El mejor momento del año para ir es desde Junio a Septiembre, la época seca, su invierno. Las temperaturas son más extremas llegando a varios grados bajo cero por las noches, aunque durante el día la temperatura es agradable. No llueve y los cielos son azules y transparentes.
OTRAS VISITAS RELACIONADAS: Todo el Valle Sagrado del Urubamba está lleno de aldeas con mercados, ruinas incas, vestigios coloniales y grandes campos de cultivos tradicionales (era la despensa del imperio). Merece la pena dedicar al menos un par de noches al Valle antes de ir a Picchu. También en Aguas Calientes conviene pasar al menos una noche y bañarse en las termas que dan nombre al pueblo.
Texto: Antonio Cordero
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