En Djenné hay un mercado en el que vive una mezquita. Los colores rojos, verdes, morados, se confunden con los gritos de los vendedores que llegan de las aldeas todos los días. Algunos mercachifles venden barreños chinos de plástico que forman verdaderas torres multicolores en el entramado de pasillos entre los puestos hechos con arpilleras de junco sobre palos que son ramas de árboles del enorme y cansado río Níger.
Olores densos en el bosque-mercado, en la frontera de los sentidos, no es fácil saber si algo te atrae o te repugna, limones y guindillas verdes, algunos peces de río con aspecto de reptil, telas de trazos sinuosos y repetitivos en colores tierra y negro. Y en medio de todo ello se yergue la mezquita de Djenné, uno de los grandes lugares sagrados del mundo.
Fundada en 1240 justo antes de que Djenné se convirtiera en una ciudad estrella en la ruta entre las minas del sur y Tombuctú. Ha sido reconstruida muchas veces a lo largo de estos siglos y esta que vemos fue levantada en los tiempos de la colonia francesa y se terminó en 1909.
Mientras te acercas en medio del gentío apenas se pueden ver sus torres como almenas, sus pequeñas puertas casi escondidas o las paredes de adobe gruesas y con relieve como barrigas abultadas de miles de animales fantásticos que protegiesen del calor a los fieles que entonan cánticos musulmanes en el interior.
Su estructura es al tiempo sofisticada y sencilla con pináculos y troncos que sobresalen por casi cualquier parte.
Estos troncos que vemos en el exterior no son el final de las vigas sino un un sistema para evitar el resquebrajamiento de los muros con los bruscos cambios de temperatura y humedad. Además, sirven como un andamiaje primitivo y permanente sobre el que los trabajadores se alzan en los días de la gran fiesta de primavera en la que se reparan las paredes de adobe del edificio. En estos días toda la ciudad es un alegre ir y venir de hombres y mujeres con cubos de barro y agua, las calles mantienen su actividad durante toda la noche y sólo al amanecer vuelve la calma y el silencio. Es una fiesta alegre, con los niños corriendo de casa en casa y las flautas anticipando canciones que todo el pueblo canta. La nueva capa de adobe es colocada por hombres expertos pero todo el mundo participa acelerando la restauración que dura unos cuantos días.
Los muros de la mezquita tienen un grosor de entre 0,4 y 0,6 metros y son más gruesos en la base para soportar el peso de la pared. Desde el mercado vemos el exterior del muro de oración o “quibla”, está orientado hacia el Este y lo coronan tres minaretes elevados sobre el castillo de barro. Cada uno de ellos tiene una escalera espiral hasta el techo donde se encuentra un huevo de avestruz que simboliza la fertilidad y la pureza.
La mitad de la mezquita esta cubierta y la otra mitad es un patio de oraciones al aire libre. El techo de la mezquita está soportado por noventa columnas de madera y tiene un sistema de ventilación a través de huecos tapados con cerámica que cuando se retira provoca la salida del aire caliente del interior refrescando de este modo la sala de oración.
Quizás lo mejor de todo es el final del día, cuando se recogen los puestos y las estrellas comienzan a surgir en un cielo azul intenso. El almuhecín desgrana la última llamada a la oración y uno se recuesta sobre el techo de adobe de cualquier posada.
Texto: Antonio Cordero