“Señor, le digo que yo vengo estos días preguntando a mucha gente y si tengo que decir cuál va a ser el resultado le diría que gana el NO”. Aquel taxista de Bogotá me mandó, dos días antes de la votación, otra señal de alarma sobre el desenlace del plebiscito, que apenas unos días antes yo daba por un mero trámite. Había llegado el lunes a Colombia justo para ver por televisión la histórica firma del acuerdo de paz en Cartagena. Después mi recorrido por varias entidades públicas me confirmaba que la institucionalidad de Bogotá apoyaba el SÍ, en muchos casos desde la emoción, era un momento importante y todos le apostaban al reto. Al mismo tiempo la maquinaria de comunicación del Estado reforzaba la transcendencia histórica de los días que vivía el país y transmitía la certeza de que el proceso estaba en marcha.
La omnipresencia del SÍ era tal, que en cierto momento me pregunté dónde estaban los que le apostaban al NO. Sin embargo, a medida que pasaban los días comenzaron a hacérseme visibles. Un amigo me contaba cuán sorprendido estaba esos días al descubrir en gente cercana posturas muy radicales en contra del acuerdo y qué difícil se hacía la conversación pausada sobre ello. Otro día un reportero preguntaba a varias senadoras sobre el sentido de su voto y me preocupó ver que eran muchas las que defendían el NO, si bien, siempre después de declarar su compromiso con la paz. También una amiga venezolana exiliada en Colombia, se mostraba asustada de la polarización que percibía alrededor del plebiscito y el miedo de las élites a este proceso de paz, especialmente por las incertidumbres que sentían sobre su poder, algo incontestable en la historia de este país.
Por eso, el comentario del taxista no me pasó desapercibido, y aunque su muestreo pudiera ser cuestionable, fijó en mí la idea de que aquello no estaba hecho. Una intranquilidad que no quería verbalizar, pero que ya no me abandonó, por mucho que el plan del domingo siempre se plantease en términos de celebrar.
Las conversaciones sobre qué ocurriría si ganase el NO, nunca llegaban a ningún lado, era algo que no estaba previsto y sobre lo que nadie era capaz de aportar ninguna claridad. Como además no iba a pasar, los escenarios que algún ocurrente pudiese describir ante un eventual NO, solían acabar con una sonrisa.
Eso no quitaba, sin embargo, que se discutiese sobre ciertos puntos del acuerdo, especialmente aquellos referidos al cumplimiento de penas de los guerrilleros y a su participación en política. Entre la gente del SÍ, esto también generaba debate y diferencia de posturas, pero el objetivo de refrendar el acuerdo era tan superior, que se establecía en términos de dificultades para cumplir lo acordado.
Por otro lado, la desinformación sobre estos temas hizo correr todo tipo de mensajes que se repetían entre los partidarios del NO: los acuerdos suponen la entrega del país a los guerrilleros, una amnistía general, el triunfo del chavismo colombiano, subidas de impuestos para sufragar los costes y poder atender la entrega gratuita de tierras y sueldos para los guerrilleros, mientras las víctimas no reciben nada, etc.
Y, al mismo tiempo, en comunidades muy castigadas por la violencia de las FARC había víctimas que apostaban por procesos de justicia restaurativa, donde las penas de cárcel no eran su principal demanda, sino que los victimarios les reconociesen como personas, contasen la verdad y conociesen las consecuencias de su violencia trabajando en sus comunidades y comprendiendo el daño causado.
Los resultados nos sorprendieron a todos, pero no dejaron de confirmar cuán complicado y diverso es este país. Existen muchos conflictos operando al mismo tiempo y varios países dentro de Colombia. No se pueden sacar conclusiones que funcionen para todos los territorios en términos de si el haber sufrido la violencia marcó el sentido del voto, algunas regiones muy azotadas por la guerra apoyaron el SÍ, pero otras optaron por el NO. En las grandes ciudades ocurrió lo mismo, no hay un comportamiento uniforme. Ahora bien, uno sólo tiene que mirar el mapa de los resultados por departamento y entonces se hace evidente como el centro del país, principalmente concentrado en la zona andina, votó por el NO, mientras que las periferias, Caribe, Pacífico y Amazonía apoyaron el SÍ.
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Hay una explicación que para los colombianos es muy evidente sobre lo que ha pasado, pues es parte de su realidad social y política, los uribistas se movilizaron y tocaron todos los resortes de su amplia base social en el centro del país. Algunos dicen que esta cultura conservadora, pegada a la tradición, la familia y la religión, viene del origen predominantemente castellano de los colonizadores de estas sierras y valles andinos. Otros sostienen que el hecho de ser una cultura que no puede ver el mar y que tiene que luchar contra la tierra en una orografía tan compleja les ha marcado ese carácter duro.
Seguramente ambas sean ocurrencias, pero la realidad es que se han venido dotando de unos líderes que, como Uribe, sólo conciben una paz que se construya sobre una victoria frente al enemigo. Basándose en una superioridad moral monolítica, al estilo de Dios está de nuestro lado, articulan sus discursos en términos sencillos en los que se pueda identificar claramente el lado malo del bueno. Así se movilizaron hace unas semanas para detener una campaña iniciada por el Ministerio de Educación, que tenía como objetivo frenar un problema muy generalizado en las escuelas de acoso a estudiantes por razón de su opción sexual. Para ello, contaron con el apoyo de las distintas iglesias, especialmente las evangélicas, complemento perfecto para apuntalar la complicidad divina en toda la operación.
Pero no se movilizan siempre con la misma virulencia, depende mucho de la oportunidad política de sus líderes. Como suele pasar en estas posturas tan radicalmente moralizadoras al final acaban haciendo aguas por todas partes. Muchos de estos rectos hombres han estado vinculados, y en muchos casos condenados, por sus relaciones con paramilitares, narcotráfico, corrupción, espionaje y un largo etc. de asuntos que a pesar de haber supuesto muertes, desapariciones, robos y desplazamientos, no han tenido espacio en su apretada agenda de reclamos morales.
Ignorantes de lo que se avecinaba, la tarde del domingo nos reunimos muy animados un grupo de españoles, vinculados a la cooperación internacional, para celebrar el SÍ y compartir la alegría de un día histórico. Un par de horas antes ya estábamos dando cuenta del vino y la tortilla y nuestra conversación pasaba de un tema a otro, apenas deteniéndonos en el plebiscito. Y como si se tratase de una cena de fin de año, alguien advirtió que ya era la hora y corrió a encender la televisión, para que no se nos fuese a pasar el gran momento. Todos nos acomodamos frente a la pantalla sonriendo y charlando despreocupados, cuando el primer reporte de la Registraduría, con apenas 3.000 votos escrutados nos dejó helados, casi empate, ligerísima ventaja del SÍ. Y reinó el desconcierto.
Aquello podía cambiar, pero ahí terminó nuestra fiesta de celebración, porque los temores que cada cual pudiese llevar mejor o peor gestionados, tomaron cuerpo. Aunque se ganase sería por un margen estrechísimo. En los siguientes reportes el SÍ seguía conservando una mínima ventaja, que menguaba con cada nuevo reporte. De forma que cuando con cuatro millones y pico se superó el umbral mínimo de votos, que era el mayor temor a priori de muchos, la diferencia era de un puñado de votos. Los siguientes reportes confirmaron esta tendencia y pronto el NO superó al SÍ, pero estaban tan cerca, que seguíamos conservando la esperanza, ya sólo centrada en obtener una victoria, aunque fuese pírrica.
Los analistas insistían en que los resultados de las zonas periféricas se retrasaban más en ser escrutados, dando por hecho que habría un repunte final del SÍ. Por eso, nos manteníamos pegados ala pantalla, esperando esa remontada que nunca llegó. Y entonces del desconcierto pasamos a la desolación.
Los hielos se estaban deshaciendo, nadie se había servido las copas que estaban preparadas para celebrar. El silencio se fue rompiendo con los porqués. El plebiscito era demasiado arriesgado, no era necesario, faltó pedagogía, sobró confianza, se ausentó la ciudadanía, 63% de abstención, un huracán en el Caribe, la madre que los parió… De manera desordenada cada uno rebuscaba explicaciones al batacazo, como quien lanza piedras e insultos a un barco que zarpó sin nosotros.
Bogotá, 3 de octubre 2016
Juanjo Cordero